El Persa y el mundo del futuro

Bien pronto aprendí cuál es el destino final de los libros, y, por extensión, de todas las cosas. Mi padre tenía una pastelería en Valencia y un horno moruno donde, además de cocerse exquisitos dulces, ardían las más selectas bibliotecas del barrio. Era la posguerra y la gente tenía miedo de las más absurdas represalias que, también absurdamente, no dejaban de producirse. Verne, Reclús, Blasco Ibáñez, Unamuno, Bartolozzi, compartían llamas con otros autores que no recuerdo y con la pinocha, que nos llegaba en sacos que guardaban la fragancia del bosque. Para mí era un extraño maridaje ese de Pinocho (el de Bartolozzi) con la pinocha. Mi tío Colás, cuya biblioteca se libró del fuego escondida en el pueblo, y el señor Vicente, que tenía una paradita de compra-cambio-venta de novelas y tebeos al lado mismo de la pastelería, lloraban como si de seres humanos se tratara, a aquellos libros que se convertían en humo y cenizas y que —de alguna manera misteriosa— quedaban también impregnados en los palos catalanes, el hojaldre, las empanadillas, las savarinas, el panquemao, las tartas. Desde entonces he profesado un amor indiferenciado a esas tres cosas tan efímeras y permanentes a la vez: el fuego, los libros, los dulces.

Pero, con todo, no me faltó qué leer en mi infancia. Además de los libros escolares, los Reyes Magos siempre se acordaban de mi afición, mi tío Colás me facilitaba ejemplares repetidos de su biblioteca y el señor Vicente me permitía leer cualquiera de los que descansaban en el escaparate o el mostrador de su negocio. No era capaz todavía de establecer diferencias entre un tebeo, una novela barata o un libro serio (afortunadamente no he cambiado mucho en eso: leía, y leo, cualquier cosa que cae al alcance de mis ojos). Pero ni el señor Vicente ni mi tío fueron capaces de explicarme de una manera que yo pudiera entender cómo se hacían los libros. Cómo se plasmaban en el papel aquellas letras tan bien trazadas, los dibujos inefables, a veces con preciosos colores. Trataba de establecer comparaciones entre el oficio de mi padre y el de las imprentas o editoriales y durante un tiempo llegué a pensar que cada ejemplar estaba dibujado y escrito a mano, por un artista que manejaba sus útiles con la misma destreza que mi padre los suyos. Un artista al que no le importaba repetir un montón de veces la misma obra, fuera un milhojas o un tebeo del FBI. Sí que me percaté de que gozaban de mayor reputación los libros que los pasteles: los libros eran reverenciados por los curas y maestros del colegio, en los libros se nos decía que hay que amar a los libros, mi tío contaba cómo fue de grandioso el entierro de Blasco Ibáñez, lo que la humanidad le debía al señor Gutenberg, cosas así. Pero nadie decía cosas parecidas de los pasteles, ni del oficio de hacerlos, ni de Brillat-Savarin; sólo que si comíamos muchos dulces se nos iban a caer los dientes y nos nacerían lombrices en las tripas. Así que escogí hacer libros en vez de pasteles. Y, demasiado tarde lo he descubierto, me equivoqué.

El tesón de un niño puede ser muy alto. Comencé con cuadernitos que compraba en la papelería en cuyas páginas escribía y dibujaba. Más tarde fui realizando mi obra sobre papel de barba que yo mismo cortaba y encuadernaba con una grapa. Aquellas breves novelas y tebeos de aventuras lo último que pretendían era ser distintas a lo que conocía, buscaba un producto lo más estándar posible y no me desanimaba ante la pobreza de los resultados. Una vez realizados, mis entretenimientos dejaban de interesarme y no los mostraba a nadie, a excepción del señor Vicente y de algunos amiguitos de la escuela. A medida que fui creciendo me percaté de que ciertas habilidades, como jugar bien al fútbol, cazar moscas, bajar de los tranvías en marcha y dibujar, proporcionaban un cierto estatus en el grupo y además interesaban a las chicas, razones más que suficientes para no abandonar los lápices. Así pasé muchos años de mi vida, siempre consumiendo abundantes productos impresos, pero sin rondarme por la cabeza que yo podía pasarme al bando de quienes los hacían posibles. Y, sin percatarme de ello, me fui convirtiendo en un lector con juicio, un lector que sabía lo que le gustaba y por qué. Entre mis amigos, los lazos se estrechaban con quienes eran buenos y apasionados lectores.

Fue casual que un día entablara conocimiento con un desconocido que, cuando se presentó, resultó ser el jefe de ventas de una importante editorial catalana dedicada a publicar tebeos, cuentos, libros para niños, recortables y todas esas cosas que tanto habían alegrado mi infancia. Me ofreció realizar algún trabajo de prueba para su empresa y no lo dudé. Era a mediados de los años setenta y ya había desempeñado trabajos muy diversos que iban desde la arquitectura hasta el reparto de donuts, todas ellas con un éxito muy deficiente de acuerdo a los cánones que regían la sociedad de aquel tiempo. Dibujar para la editorial que otrora había nutrido mis ensueños no estaba nada mal, y no me fue tampoco nada mal. Mis productos —recortables más que nada— fueron uno de los grandes éxitos de aquella casa y también de los últimos: las baratijas de plástico y la tele competían cada vez con más pujanza contra los juguetes de papel y los tebeos, que comenzaban a considerarse antiguallas. A principios de los ochenta la empresa desapareció y yo quedé sin uno de mis más queridos clientes.

No gané demasiado dinero dibujando aquellas cosas pero obtuve otras cuyo valor era muy superior: la más evidente era residir unos meses al año en Barcelona, y también, y esto es lo que viene a cuento ahora, que la misma familia propietaria de la editorial tuviera una imprenta grande y moderna que, además de otras cosas, imprimía los trabajos de la editorial. Pasé muchas horas allí y tuve ocasión de conocer el mundo de la imprenta desde dentro. Disfruté del fragor de la linotipia, de la intimidad de la repro y el misterio de los muarés; aprendí a corregir textos y a saber cómo evitar viudas y huérfanos. Conocí los papeles y sus texturas, gramajes y calidades, cuáles eran mejores para cada uso específico. Seguí muy de cerca los pasos necesarios para transferir textos e imágenes al papel, se me reveló el secreto de la cuatricromía y el de los bitonos y las tintas especiales. Y supe qué cosa son los troqueles, la peliculación, el retractilado, las cajas-expositor, la acuarela invisible, los tipos de encuadernación. Y aunque muchos de estos saberes son obsoletos hoy, a menudo afloran en mis pensamientos cuando trabajo, previniéndome de los excesos a que puede conducir la facilidad en los procesos que los medios informáticos nos ofrecen ahora.

Durante aquellos años, ya en posesión del conocimiento técnico necesario, y quizás a causa de mi profunda inmersión en el mundo de las ediciones para niños, asomó de nuevo la cabeza aquel niño-editor que yo había sido, y me dio tan fuerte que acabé publicando una colección de opúsculos que titulé La Beca del Artista, publicación sólo para amigos, unos libritos de contenido variopinto, muy al estilo de las Lecciones de cosas que tanto me gustaron en la escuela. Tecleaba los textos con una máquina de escribir barata y montaba las páginas con los textos y dibujos que realizaba a tamaño edición. En ocasiones utilicé el recurso de las dos tintas. Una imprenta de verdad se ocupó de la impresión y encuadernación de los trescientos ejemplares que constituían la tirada de cada número. También participé y colaboré en diversas aventuras editoriales y literarias que comenzaban a asomar por Valencia. Esta etapa culminó cuando, en 1979, publiqué la Mascarilla Masticadora Bowerbräu que tuvo una buena repercusión mediática. Me iba haciendo un hueco en el mundo de los libros: un hueco muy pequeño, pero también muy motivador.

Me encontraba muy a gusto en aquella cueva donde elaboraba mis modestos panecillos, que unos pocos disfrutaban con grandes muestras de agrado. No había otra motivación, no ganaba fama ni dinero con todo aquello, sino todo lo contrario: no faltaron quienes me tuvieron por loco, y mis publicaciones me costaban un dinero que necesitaba para otras cosas. Viví aquellos años finales de los setenta de una manera salvaje y voraz y, sin enterarme casi, me estaba convirtiendo en un autor/editor independiente.

Cuando la editorial de Barcelona me anunció que iba a cerrar sus puertas definitivamente, me di cuenta de que tenía que organizar mi vida de otra manera: le había cogido gusto a las artes gráficas y no concebía ganarme la vida al margen de ese negocio. Decidí que una forma de comenzar de nuevo podría ser ofrecer mis servicios como dibujante/editor de recortables a entidades públicas y privadas. Así lo hice con una aceptación muy superior a lo que esperaba. Utilicé la bonanza económica para meterme en nuevos líos, creando una editorial para niños, a semejanza de aquella de Barcelona, explotando aquellas ideas que tan bien habían funcionado entonces y afrontando riesgos de una manera temeraria. Tenía la impresión  de estar haciendo lo correcto, pero, aunque los productos que intenté colocar en el mercado gozaban de un buen nivel, la aventura se fue al traste por falta de buenos mecanismos de distribución y venta: había aprendido a hacer, pero no a vender. Finalmente aquello terminó con la destrucción de casi una tonelada de papel.

Pero sobrevivieron y me obsequiaron con una buena reputación los productos que había seguido realizando sólo por placer, sin esperar otra cosa que el gusto por compartir con unos pocos las ideas y emociones que los motivaban. Incluida la revista El Llaüt de Xàbia, publicació per a menors de 180 anys, que a largo de casi una década fue llegando cada tres meses, sin excesiva puntualidad, a todo aquel que la solicitaba. Desde aquí mi reconocimiento al Ajuntament de Xàbia, que sufragó generosamente los gastos. Una buena selección de estas piezas se recoge en el libro El Persa, ese desconocido, de reciente aparición y editado por Media Vaca, un título que no debe faltar en las mejores bibliotecas.

Y van llegando a su final estas palabras que cuentan algo sobre eso de empeñarse en poner a la vista lo que nadie nos ha pedido. Creo que la persona que percibe la vocación de las letras, con o sin dibujos, tiene hoy —como entonces— pocas alternativas: una es ir llamando a las puertas de las editoriales más o menos establecidas, con sus propios nudillos o con los de alguien que le represente; otra es presentarse a cualquiera de los concursos literarios y de textos ilustrados que se convocan; y la tercera —digamos que reservada a aquellos que presuponen que sus lectores van a ser pocos— editar por cuenta propia en tiradas cortas, sólo para amigos. No es necesario decir que yo me quedo con la tercera: se trabaja con mayor libertad, pues no existen parámetros prefijados por intereses ajenos, a la larga sale más barato y la recompensa es más alta: no se cae en el riesgo de ser un superventas. Y uno sigue siendo un bendito desconocido: no tiene que repetir, con Borges, que la fama es la mayor de las incomprensiones. Porque la fama, aun la póstuma, mata: bien lo supo Verne.

José Cardona, El Persa

Texto publicado en la revista Educación y Biblioteca, nº 168 (noviembre-diciembre de 2008), con el título «Celsus 233. Bien pronto aprendí o Las ediciones no limitadas», y que forma parte del libro El Persa: Sólo para amigos (Media Vaca, 2013).