Fernández Molina, Antonio

Antonio Fernández Molina ha escrito una gran parte de sus libros a mano, con rotulador y pluma, sobre papeles reciclados, en la atmósfera de la taberna. Tiene los ojos pequeñitos, entrecerrados, de bohemio postergado. Del brazo de su mujer, Josefa, una heroína inadvertida que alumbró a seis hijas, tocado de sombrero y vestido casi siempre con trajes de lino y algodón, pertenece al paisaje sentimental de Zaragoza: es el sabio iconoclasta y pugnaz que va y viene, conversando aquí o haciendo allá apología de la excepcionalidad: excepcional es para él la escritura de Dalí –«firmo donde quiera que Dalí es uno de los mejores escritores españoles de todos los tiempos. Lea, por favor, La vida secreta de Salvador Dalí»–, la escultura de Honorio García Condoy, los dibujos de Lorca, «que me ayudaron a ser artista. Fueron una conmoción para mí y me liberaron de complejos y me permitieron dibujar y pintar», o el teatro y la inventiva de Arrabal, que considera a nuestro interlocutor uno de sus maestros y uno de los autores pánicos de España.

—No me gusta hablar de mi niñez. Sufro mucho al recordar: me quedé huérfano cuando tenía siete años. Y eso me ha marcado. Siempre, siempre, en el fondo de mi ser, me he sentido un niño desamparado. Mi padre se murió de una gilipollez: un cólico miserere. Había estudiado Magisterio y acabó siendo policía republicano. Yo nací por azar en Alcázar de San Juan, pero él era de Casa de Uceda. Era el chico listo del pueblo. Una vez, durante la siesta, estaba con mi abuelo en la puerta de casa y pasó un buhonero que llevaba todo tipo de baratijas, entre ellas una cartilla de las primeras letras. Mi abuelo, un labrador adelantado e inteligente con una modesta fortuna y carnicería, la compró y en la siesta siguiente comprobó que mi padre se había aprendido él solito la cartilla.

—¿Qué recuerdos tiene de él?

—Prácticamente ninguno. Se llamaba Antonino; era alto, de los más altos del pueblo, esbelto, de buen tipo y elegante. Mi madre, Teodomira, era baja pero muy guapa. Viuda con 25 o 26 años, se casó de nuevo en la posguerra. Hacían una pareja peculiar. Espere. Recuerdo que entonces se tenía la manía de extirpar las amígdalas y mi padre me llevó de la mano. Yo no quería abrir la boca y no lo lograban, hasta que me pusieron un aparato que accionaron con una manivela. Y así la abrí por fin. También recuerdo que por la profesión de mi padre íbamos de un sitio para otro: vivimos en Valencia, en Alcoy, creo que en Alicante y en Albacete; viajábamos mucho en tren y recuerdo que salían a vendernos las famosas navajas de Albacete.

—Dijo usted una vez que había sido un niño rebelde, casi indomable.

—Mire, yo tenía un sentimiento literario, artístico y poético de las cuestiones. Las cosas las valoraba afectivamente más que por sus valores intrínsecos. Recuerdo que en la escuela de Alcoy los niños jugaban en los montículos de arena con un clavo que hundían; yo, como no tenía y tan fascinado estaba por el juego, hice un trato con un chico: le robé a mi padre su reloj de pulsera y se lo cambié por un clavo. Finalmente, el trato se deshizo. ¡Sería idiota!

—¿Cómo pasó la Guerra Civil?

—Aunque suene raro, la pasé bien. En cuanto mi madre se quedó viuda, nos fuimos a Madrid, donde ella tenía un hermano pequeño estudiando Medicina. Era bastante bohemio y muy de izquierdas; me llevaba a todos los mítines habidos y por haber. Nosotros no teníamos apenas dinero. Creo que nos ayudaban mis abuelos: el materno, médico, y el paterno, labrador. Yo nunca he llegado a conocer a mis abuelas. Recuerdo haber visto la calle Quevedo toda alfombrada de pasquines, cerca ya de la Puerta del Sol. Cogía los pasquines y dibujaba y escribía por atrás.

—¿Qué escribía?

—Obras literarias ninguna. Sobre todo dibujaba. Por eso me ha quedado la afición a escribir mis novelas o mis poemas sobre papel que está utilizado por la otra cara. En Madrid oímos los bombardeos, noche tras noche; bajábamos al sótano y nos quedábamos en el pasillo. Oías caer de cerca las bombas. Cuando llegó la escasez nos fuimos al pueblo con la suerte de que en Casa de Uceda llevamos una vida idílica. Sonaban los cañonazos de vez en cuando, pero el frente se quedó parado a 30 kilómetros del pueblo. Algún vecino iba de vez en cuando a llevar agua y provisiones. Teníamos mucha libertad; a veces no había escuela porque habían movilizado al maestro, nos juntaban a los chicos con las chicas. Y supimos que la guerra había terminado el día que entraron los requetés para anunciarlo.

—A usted le llamaban El poeta.

—No, no. Ese concepto no se conocía en mi pueblo. Me lo llamaron después en el Instituto Brienda de Mendoza de Guadalajara porque me veían leer y hacer mis pinitos literarios. Teníamos una buena biblioteca escolar y una buena biblioteca en casa porque apareció una maleta de mi padre, muy aficionado a la literatura, llena de libros de Dostoievski, Tolstoi y Chejov. En la escuela, a la maestra la desbordaba, era el bicho que pica el tren, hasta que descubrió que podía aplacarme con libros como Flor de Leyendas de Alejandro Casona y otros. Me decía: «Antonio, ponte a leer», y así me domó muy rápidamente. (...) Durante una época yo iba todos los días a la Biblioteca Provincial de Guadalajara, que era mi refugio. Leía y leía sin parar, y a veces me llevaba hasta algún libro. Un día vino el bibliotecario y me dijo: «Le hemos dado el premio al Mejor Lector de la provincia». Y me mostró una lista de títulos para que eligiese el que quisiera.

Fernández Molina funda Doña Endrina en 1951, revista de poesía y arte que constituía en un hombre pobre que llevaba los zapatos llenos de agujeros, un «ejercicio de vocación y pasión, pero también una locura y una estupidez». A través de la revista, en cuyo primer número publicó un poema de Miguel Labordeta, entró en contacto con el escritor aragonés. «Comenzamos a escribirnos, y un día tomé el tren, vine a Zaragoza y fui a su casa. Yo iba y venía de Guadalajara, daba recitales en su colegio; Miguel me facilitaba conferencias o actuaciones en la ciudad y un día, cuando decidió fundar Despacho Literario me nombró secretario de redacción». Otro nombre clave fue Camilo José Cela. Antonio lo había conocido en una cena en Guadalajara, en el hotel Palace; él, que no tenía las 25 pesetas que costaba la cena, apareció a los postres, fue invitado a café y leyó un poema. Desde entonces, la relación fue intensificándose y en 1964 el autor de La familia de Pascual Duarte le designó secretario para que le organizase la biblioteca, su formidable colección de revistas y llevase Papeles de Son Armadans, para la cual había trabajado durante casi dos años preparando el monográfico dedicado a Silverio Lanza.

—Permanecí en Mallorca con Cela desde 1964 hasta 1972. Era joven, había escrito libros de poesía, pero tenía varias novelas en el cajón, entre ellas Solo de trompeta. Puede decirse que en la isla me consolidé como escritor en prosa, de novelas y relatos. Y establecí relación con mucha gente de toda España y de Hispanoamérica. Una de mis grandes amigas de entonces fue Alejandra Pizarnik, la poetisa argentina. (...) A Camilo José Cela le debo muchas cosas, entre otras un consejo noble. Me decía: «Mira, Poeta (siempre me llama así, incluso ahora), no lo tienes fácil porque lo que tú haces no es práctico. Pero si te levantas temprano, a las ocho por ejemplo, verás que el trabajo compensa siempre».

Fragmentos de una entrevista realizada por Antón Castro y publicada en El Periódico el 25 de julio de 1999. Retrato del autor por Josefa Echeverría.
 

 

MI ABUELO ANTONIO, por Elisa

Yo quiero mucho a mi abuelo, me gusta estar con él y ayudarle a leer todos los libros que tiene en su casa.

También él me ayuda a mí: con los deberes y con los estudios. Me lo paso muy bien con él, me lleva a muchos sitios: a exposiciones, a conferencias, a museos, al rastro y también al Vips.

Lo que menos me gusta de él es que siempre está discutiendo con mi yaya Josefa y se enfada cuando alguien deja algo con sus libros y sus cosas.

Por otra parte mi abuelo es genial. Cuando estamos mi prima Candela y yo siempre nos invita a un helado o nos regala alguno de sus cientos de libros o algún dibujo de los que hace en las servilletas de los bares y si hace un día malo nos invita al cine.

Mi abuelo me viene a visitar todos los domingos y cuando mis padres se van viene a estar conmigo hasta que mi padre sale del trabajo.

A mi abuelo le encanta comer porque de pequeño estuvo en la guerra y pasó mucha hambre.


Mi abuelo nació en Alcázar de San Juan pero desde hace mucho tiempo vive en Zaragoza. Actualmente vive con mi yaya Josefa, con su hija Ester, con su hija Isabel, con su nieta Candela y cómo no, con miles de libros y cuadros que ya no caben en la casa.

Tiene dos hijas más en Zaragoza: María Elena y mi madre Teresa, y otras dos que viven una en Logroño y otra en Guadalajara.

No sé qué más contar así que me despido, pero antes os digo que mi abuelo es el mejor del mundo y no lo digo para presumir es que verdaderamente lo es.