Ajubel

Ajubel (Sagua la Grande, Cuba, 1956), como buen cubano, es un espíritu gregario. Su experiencia profesional en Cuba contribuyó a acendrar esa actitud vital y nacional: su temprana vinculación (1973) como dibujante humorístico al semanario Melaíto, una de las pocas revistas de humor hechas fuera de la capital de la isla que alcanzara una notable calidad, lo vinculó a un proyecto grupal con el cual congenió de inmediato. Incluso, los primeros chistes que publicara en aquel suplemento eran en realidad obras de creación colectiva en las que otros ponían el asunto humorístico y Ajubel la realización gráfica.

Pero demasiado pronto la pequeña isla provincial empezó a resultar limitada para la proyección y los intereses que bullían en el joven dibujante que, lanzado a la conquista de la capital, logró vincularse a partir de 1975 al más influyente espacio del humorismo gráfico cubano posrevolucionario: el también semanario DDT que, por aquellos años y sobre todo a lo largo de la década de 1980 (cuando Ajubel se integró definitivamente a su staff), vivió su más alto período creativo gracias a las firmas de dibujantes humoristas como Manuel (Manuel Hernández) y Carlucho (Carlos Villar), y a la estela dejada por el paso de Padroncito (Juan Padrón, devenido cineasta, el creador de los célebres personajes de los vampiros cubanos y los verdugos). DDT funcionaba como una tribu a la que se asimiló Ajubel y dentro de la que vivió por varios años, un tiempo en el que encontró su línea y estilo, creció como dibujante, como humorista y como individuo, hasta que también descubrió que el juego del humor le quedaba estrecho y comenzó a violentar sus fronteras con unas propuestas cada vez más irónicas y reflexivas que simplemente simpáticas.

En 1987, cuando Ajubel se hallaba en la cresta de la ola de su popularidad como humorista, sostuvimos una larga conversación que se convirtió en una entrevista publicada en el mensuario cultural El Caimán Barbudo. En las postrimerías del texto, Ajubel me decía de sí mismo: «...de mí... pienso que estoy dibujando mucho, pero no siempre lo que quiero dibujar. Pienso que no alcanza el tiempo para hacer todo lo que deseo. Y pienso que tengo la mente llena de proyectos, algunos irrealizables, pero que me dan la posibilidad del sueño. Uno vive también de esas ilusiones».

Junto con las inquietudes que se advierten en las insatisfacciones del Ajubel de 1987 (y que pronto le exigirían la búsqueda de un cauce liberador), he hecho un develamiento que quizás debí haber anticipado: mi relación con la obra de Ajubel se remonta a aquellos tiempos prehistóricos de la década de 1970 y nada de lo hecho por este dibujante, desde entonces, me ha sido ajeno.

Su salida de Cuba, coincidente con el inicio de la decadencia en que entraría DDT en los años de 1990, lo sustrajo de un proyecto grupal y lo enfrentó a una situación vital y creativa que el dibujante cubano desconocía: el trabajo solitario, individual y doblemente responsable, pues junto a la excelencia estética debía conseguir el sustento económico. Curiosamente, al salir de la isla y asentarse en el continente, el Ajubel gregario vestía las pieles de Robinson Crusoe pues, con los medios más indispensables a su alcance pero sin el apoyo de un grupo, debía ahora construir obra y vida en un medio siempre competitivo, estratificado y en ocasiones hasta adverso. Como el personaje de Defoe, el dibujante echó mano a su arsenal de posibilidades (todas concentradas en su especial talento) y convirtió la isla solitaria del exilio en un terreno fértil, del que ya ha recogido algunos jugosos frutos del árbol esquivo del reconocimiento y el éxito.

Leonardo Padura Fuentes


Autorretrato del autor